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Un ¿nuevo código? para influencers

Comenzar un texto hablando de la importancia de la persuasión en la publicidad no es, precisamente, algo muy original. Que las marcas tratan de inducirnos a comprar sus productos es evidente; y que utilizan múltiples estrategias para ello, también lo es. La cuestión es que los profesionales llevan tiempo –mucho tiempo– quejándose de lo difíciles que nos hemos vuelto los consumidores. Que si desconfiamos de la publicidad, que si ni siquiera reparamos en ella… un horror, ¡especialmente cuando su objetivo es ser el centro de atención!

Si algo no funciona, probar vías nuevas es el camino… y he ahí que el sector se echó en brazos de lo que llamaron «publicidad nativa»: ya que el público se centra únicamente en los contenidos, ¡integrémonos en ellos! Y una de las vías más utilizadas, dentro de esta estrategia, es el marketing de influencers. Piénsenlo: imagen fresca, miles de seguidores, cercanía con su público… En 2019, según datos de IAB Spain, un 58% de los profesionales del marketing digital contrataron a influencers (en Instagram, principalmente), con una inversión de más de 14 millones de euros.

El tema es que la «publicidad nativa», de novedoso, solo tiene el nombre: ha existido toda la vida, de forma más o menos camuflada; y ha sido el azote del regulador, en especial debido a su proverbial falta de transparencia. Cuando el contenido es tan sutil que el consumidor medio no aprecia su naturaleza publicitaria, entramos en lo que la doctrina denomina «publicidad encubierta» (y sí, lo han adivinado, se trata de una práctica ilegal).

El viejo Estatuto de la Publicidad (de 1964) ya establecía, negro sobre blanco, que toda actividad publicitaria se debía poder identificar fácilmente como tal actividad; y lo hacía afirmando que se trataba de una idea «tan arraigada en la conciencia social y comercial española que su consagración como principio cardinal de la actividad publicitaria no requiere justificación alguna». De ahí que sorprenda encontrarnos, más de medio siglo después, con un documento de autorregulación publicitaria centrado exclusivamente en la transparencia. En eso consiste, en esencia, el «Código de Conducta sobre el uso de influencers en la publicidad» que acaban de publicar Autocontrol y la AEA.

Debo adelantar, antes de nada, que tengo un enorme respeto y aprecio a las dos organizaciones que han promovido el Código. Creo que la labor que realizan para lograr una publicidad más responsable y honesta es impagable, y que cuentan con un estupendo equipo de profesionales. Pero me temo que, en este caso, se han quedado muy cortos y no han enfocado bien el documento. Sirva como ejemplo su propio título, que se refiere al «uso» de los influencers, rebajándolos a la categoría de herramienta cuando su conocimiento del entorno digital y de su audiencia les permite adoptar una posición mucho más activa en la definición de las campañas en las que colaboran.

Más allá del título, el documento se centra en tres grandes objetivos:

  • Definir los contenidos que, por ser publicitarios, quedan afectados por el código. Utiliza, para ello, tres argumentos acumulativos: que se promocione un producto o servicio, que exista un pago u otra contraprestación por parte del anunciante, y que dicho anunciante controle editorialmente el contenido divulgado;
  • Ofrecer un concepto amplio de «contraprestación», que abarque regalos, viajes, descuentos, entradas a eventos…; y
  • Establecer que la naturaleza publicitaria de los mensajes debe ser identificable para sus seguidores, ofreciendo determinados ejemplos de etiquetas o expresiones que podrían ser utilizadas en caso de duda, como #publicidad, #patrocinado o similares.

El problema del Código es que, de un lado, no aporta grandes novedades, pues se basa en la guía básica para influencers de la Federal Trade Commission de los Estados Unidos (que dicho sea de paso, es mucho más completa y accesible); y de otro, no profundiza en otros aspectos importantes que afectan a este tipo de profesionales, limitándose a remitir a otras normas que puedan resultar de aplicación. Si por «código» entendemos el «conjunto de reglas o preceptos sobre cualquier materia» (RAE dixit), el documento publicado por Autocontrol y la AEA no cabe, ni de lejos, en dicha definción.

Por supuesto, el contenido publicado tiene cierta utilidad: es algo innegable. Pero en mi opinión, se ha perdido la oportunidad de sistematizar las normas publicitarias aplicables a los influencers, traduciendo las obligaciones de la regulación a su universo particular y ayudándoles a aplicarlas (más allá del sacrosanto principio de autenticidad). Posiblemente, los promotores no tenían en mente un objetivo tan ambicioso, pero habría sido un buen comienzo para recuperar la confianza perdida de los consumidores en el marketing de influencers, fuertemente dañada como consecuencia de prácticas publicitarias poco leales y honestas. Por fortuna, estamos a tiempo de corregir esta carencia en sucesivas versiones del Código. ¡Esperemos que así sea!

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