El Margen de la Ley :: El Blog de Audens
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El litro puede salir caro

Probablemente estén acostumbrados a ver etiquetas parecidas a esta, en su supermercado habitual:

Etiqueta de supermercado.

El hecho de que en los carteles del súper veamos, además del precio de la botella de aceite, el precio al que sale el litro (aunque dado el tamaño de la letra a veces resulte complicado darse cuenta), no responde únicamente a la buena voluntad del vendedor, sino que se deriva de una obligación legal, contenida en el artículo 3 del Reglamento de Etiquetado de Precios.

Como es obvio, no es lo mismo generar una tienda en Internet que abrir un supermercado, pero existen aspectos normativos en materia de comercio minorista y consumidores y usuarios que son aplicables, de igual manera, a una y a otra forma de vender; y es que en el fondo, quien está al otro lado es siempre un cliente final, merecedor de la máxima protección a juicio del legislador. De ahí que las normas de información sobre el precio de productos ofrecidos a consumidores y usuarios sean igualmente aplicables al comercio electrónico.

A pesar de ello, basta navegar un poco por la Red para comprobar que son pocas las tiendas online que indican correctamente el precio de sus productos. Y quien pueda pensar que no es para tanto y que el riesgo tiende a cero, se equivoca. Como muestra, les ofrecemos una propuesta de resolución de una administración autonómica que llegó recientemente a nuestras manos, en la que se propone sancionar a una empresa con 1.500 €, entre otras cuestiones, por el incumplimiento de las normas sobre indicación del precio de productos que ofrecía a través de su sitio web en Internet:

Para evitar situaciones como la descrita, no está de más recordar la existencia de esta norma y la extensión de su aplicación a Internet, pues es indudable que el principal motivo de incumplimiento de las obligaciones que contiene responde al desconocimiento, bien de su existencia, bien de su aplicabilidad al mundo online.

Como norma general, además de indicar el precio de venta (para lo cual habrá de atender a las obligaciones que, en materia de información, contiene la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios), será necesario ofrecer el precio, bien por unidad, cuando se trate de un producto comercializado por unidades o piezas (por ejemplo, latas de refresco), bien por magnitud, cuando se venda en kilos o litros (como el arroz o la leche). Eso sí, ambos precios deben mostrarse al consumidor en un único campo visual, de una manera inequívoca y legible, y ser perfectamente identificables; todo ello por propia iniciativa del oferente, sin necesidad de que el consumidor tenga que solicitarlo.

Por supuesto, existen algunas excepciones en las que sería suficiente con indicar únicamente el precio de venta. Es el caso de, por ejemplo, productos cuya cantidad no supere los 50 gramos o mililitros, o de vinos con indicación geográfica de procedencia o denominación de origen.

Conviene advertir que será necesario comprobar, además, si existen normativas específicas sobre la indicación del precio en los productos ofertados (como ocurre, por ejemplo, con los medicamentos) u otras regulaciones igualmente relacionadas con el precio (como puede ser la inclusión de impuestos o no en el mismo) que también puedan resultar de aplicación. Y por último, ya al margen de la información sobre los precios, recordarles que la comercialización de ciertos productos puede verse sometida a leyes especiales, dada su naturaleza (no es lo mismo comercializar productos de higiene que alimentos), y que habrán de tenerse en cuenta estas normas también en Internet, cuestión a la que ya hemos referencia en un post anterior.

Yo critico, tú demandas

Mi querida hermana me comentaba la pasada semana, completamente escandalizada, que había leído en el periódico que una bloguera francesa había sido condenada a indemnizar a un restaurante por dedicarle una crítica negativa. Su pregunta (como no podía ser de otra forma, habida cuenta que edita un blog que se dedica, precisamente, a recomendar lugares para salir, comer y disfrutar de los momentos de ocio), es si a ella le podía suceder lo mismo. Y lo cierto es que, como diría uno de mis profesores de Derecho Civil, no es una cuestión baladí, así que vamos a tratar de darle una vuelta… en lenguaje llano. ¿Hasta dónde alcanza la protección de la libertad de expresión?

Lo primero que debemos mencionar cuando hablamos de la libertad de expresión es que es un derecho fundamental, reconocido en la práctica totalidad de las constituciones de los Estados democráticos. Ahora bien, la amplísima protección que ello conlleva no es absoluta: como todos los derechos, tiene ciertos límites, que se ponen de manifiesto cuando entra en conflicto con otros derechos. De entre ellos, como probablemente saben, el más común es el derivado de las colisiones con el honor. Un honor del que, por otra parte, también gozan las empresas, en la medida en que se lesione su prestigio, fama o buen nombre.

Dado que es imposible prever todas las situaciones en las que dos derechos fundamentales pueden colisionar, la solución más habitual es ponderar caso por caso, para determinar cuál de ellos debe primar. Así, dependiendo de las circunstancias (principalmente, del contenido y el contexto de lo que se dice) los jueces podrán optar por dar primacía a la libertad de expresión, o no… teniendo además en cuenta que este derecho goza de una posición preferente cuando el asunto en cuestión es de interés público.

Dicho todo lo anterior (siento el rollo que les acabo de soltar, pero creo la introducción era importante), ya tenemos los ingredientes para cocinar nuestra tarta: para que nos entendamos, la regla de la ponderación funciona de forma similar a una balanza. En un plantillo, ponemos los elementos a favor de la libertad de expresión del bloguero; en el otro, los argumentos afines al restaurante. ¡Y a ver qué pasa!

  • La regla de oro pasa por la moderación. Evidentemente, si escribimos un comentario negativo de un local, es posible que el propietario se moleste y quiera intentar que la retiremos. Para evitarlo, es recomendable medir nuestras palabras, evitando insultos y descalificaciones. La normativa permite la sana crítica, pero no la saña ni la venganza.
  • En la medida de lo posible, es aconsejable tratar de ser objetivos, sin caer en peligrosas generalizaciones. Por ejemplo: no es lo mismo decir «mi lasaña estaba seca y algo sosa» que afirmar que «no tienen ni idea de hacer lasaña». Si la crítica es constructiva, mejor que mejor: siempre es conveniente dar al restaurante el beneficio de la duda, sin cebarse con lo que puede ser un error puntual.
  • Del mismo modo, y en la medida de lo posible, es recomendable generar prueba de nuestros reproches: una simple foto con nuestro teléfono móvil puede ser suficiente, y sacarnos de algún lío en situaciones especialmente sangrantes.
  • También puede ayudarnos el escribir como si estuviésemos hablando cara a cara con el propietario o el encargado del local. ¡Tendemos a ser más amables en las distancias cortas!
  • Y, finalmente, y como consejo final, la máxima castiza de que «es mejor un mal acuerdo que un buen pleito«. En este santo país, tener la razón no siempre implica una victoria en los tribunales, ¡ténganlo en cuenta!

Soy consciente de que las reglas anteriores pueden parecer poco precisas, pero la imprecisión forma parte del juego cuando hablamos de ponderar derechos. Si me piden mi opinión, les diré que, personalmente, entiendo que una crítica bien planteada tiene un claro interés público y debe ser amparada por la Ley (como ha reconocido ya alguna sentencia)… además de servir de gran utilidad para el restaurante en cuestión, que puede valerse de ella para mejorar su producto y su servicio. Ahora bien, no hace falta más que darse una vuelta por las muchas páginas de opinión que encontramos en la Red para apreciar que no todas las críticas son sanas o constructivas.

Como casi siempre, el mejor consejo es la prudencia… ¡que no autocensura, conste!

El canon que no es de AEDE…

Inventando marcas

Es evidente que utilizar la palabra «ordenador» como marca cuando uno se dedica a hacer ordenadores no es el paradigma de la originalidad; seguramente, los creativos de Telefónica tuvieron en cuenta este hecho cuando propusieron cambiar la denominación de sus servicios a “Movistar”, sin perjuicio de conservar el nombre tradicional de la empresa para identificarse a nivel corporativo.

En el post de hoy nos gustaría analizar qué consecuencias conlleva el uso de marcas genéricas y descriptivas; debiendo, en primer lugar, aclarar que genérico y descriptivo no es exactamente lo mismo, aunque ambos se encuentren en el polo opuesto al concepto de originalidad. Una marca genérica es aquélla que consiste en el nombre del producto o servicio que designa (por ejemplo, “software” para referirse a un programa informático); por su parte, una marca descriptiva es aquella que simplemente se refiere a características del producto o servicio en cuestión: tamaño, calidad, procedencia, etc.

La función principal de una marca es distinguir entre sí los productos o servicios ofrecidos por las empresas que actúan en el mercado. Para reforzar este carácter distintivo, la legislación concede al titular de una marga registrada, por un lado, el derecho a usarla en el mercado y, por otro, la facultad de prohibir su uso por parte de terceros. No obstante, para que la Oficina Española de Patentes y Marcas conceda el registro de una marca, es preciso que reúna una serie de requisitos entre los cuales está, por suerte, el de que no puede consistir exclusivamente en la denominación del producto o servicio que se ofrece o en una mera descripción del mismo.

Evidentemente, ello no impide que se puedan emplear elementos genéricos o descriptivos como parte integrante de una marca (por ejemplo, acompañados de un logo); pero tal estrategia no está libre de riesgos. Por un lado, la utilización de estos elementos puede complicar el registro de nuestra marca si el resto de sus componentes, o la conjunción de todos ellos, carece de la suficiente fuerza distintiva; por el otro, en caso de que consigamos registrarla, obtendremos una marca «débil», que no nos servirá para prohibir el uso por nuestros competidores de sus elementos menos originales, especialmente cuando su uso esté justificado por la actividad que realizan en el mercado. Lo contrario supondría monopolizar las palabras, y evidentemente conduciría al absurdo. Por poner un ejemplo, una empresa de transporte rápido podría perfectamente utilizar el término “Urgente”, ya sea como parte de una solicitud de marca o para anunciarse, por mucho que “Urgente” forme parte de una expresión previamente registrada.

Entonces, ¿es mejor inventarse marcas «de fantasía» para lograr, cuanta más originalidad, mejor? En mi opinión, depende. Existen negocios en los que una marca con cierto carácter descriptivo puede ser importante; se me ocurre, por ejemplo, una clínica dental cuya marca comience precisamente anunciándose como tal. De hecho, es probable que en los negocios tradicionales y del mundo offline sea conveniente el uso de una marca con ciertos elementos descriptivos: no mucha gente entraría en un local sin saber qué ofrece, salvo que cuente con referencias de algún tipo que se lo indiquen. No obstante, en Internet, donde estamos a un clic de todo, el margen de creatividad sobre las marcas es mayor. Desde luego, nada ha impedido a empresas como Spotify o Twitter triunfar, sin que su nombre nos dé pistas sobre cuál es el servicio que prestan.

En resumen, no se trata de que el empleo de términos genéricos o descriptivos sea desaconsejable, pero debemos ser conscientes de que implica ciertas debilidades. De hecho, son muchos los ejemplos de marcas que, a pesar de ser en gran medida genéricas o descriptivas, han logrado distintividad o incluso renombre como consecuencia de su uso continuado a lo largo de muchos años: Donuts, General Electric, General Motors…

Al final, se trata, como casi todo, de una cuestión de preferencias.

Nuevas normas para el e-commerce