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Aviso: le estamos grabando

Imaginen que van al cine a ver la ópera prima de uno de sus artistas preferidos: un creador que pega el salto de la pequeña a la gran pantalla, y que lleva promocionando semanas su obra en todos los medios. Imaginen que se presenta en un festival con más de cincuenta años de historia, referente en el cine fantástico y de terror. Imaginen que acuden al estreno, con las expectativas por las nubes… y se encuentran con que el film es una «troleada»: una misma escena repetida ad nauseam durante más de una hora, con pequeñas variaciones y protagonizada por diferentes actores, que se intercambian los papeles. E imaginen, finalmente, que les cuentan que no se trata de una broma, sino de la grabación de una obra diferente, de la que ustedes van a formar parte porque han cedido todos sus derechos, por el hecho de haber entrado en una sala en cuyos accesos se podía leer un cartel como este:

Cartel que se mostraba en los accesos a la sala donde se exhibió la película.

Algo parecido ocurrió estos días en Sitges, desatando la perplejidad de todos y la indignación de algunos. Si les interesa la historia, Romina Vallés da buena cuenta de ella en La Vanguardia; pero hoy no vengo a hablarles ni de la película («Bocadillo»), ni de su director (el polémico y talentoso youtuber Ismael Prego, también conocido como Wismichu). Mi objetivo es tratar de dar respuesta a otra pregunta: ¿son legales las cesiones de derechos basadas en este tipo de carteles? Si nos atenemos a las airadas reacciones de algunos tuiteros, la respuesta debería ser rotundamente negativa, pero ya les adelanto que, en nuestro mundo, las cosas rara vez son blancas o negras.

El letrero anterior pretende establecer un contrato entre la productora y los asistentes a la proyección. A muchos les parecerá extraño, porque cuando pensamos en contratos, nos vienen a la cabeza folios y folios de texto que tenemos que leer con cuidado y firmar por duplicado; pero lo cierto es que la mayoría de los contratos que se concluyen en nuestro país no constan por escrito. Comprar el pan es un contrato de compraventa, instalar una app conlleva aceptar una licencia de uso… y podría seguir con la lista de ejemplos. En España rige el principio de «libertad de forma», que permite que los contratos se celebren por cualquier medio: verbal, audiovisual, escrito… así que, en principio, un cartel en una puerta podría ser suficiente.

Asentado lo anterior, para que un contrato sea válido son precisas tres cosas: consentimiento, objeto y causa. En el caso que nos ocupa, dos de los requisitios parecen cumplirse: el acuerdo consiste en ceder los derechos de imagen (objeto) para grabar un documental (causa). Sin embargo, la tercera pata -el consentimiento- puede cojear un poco más.

De entrada, la captación de la imagen de una persona para su posterior publicación requiere de su autorización expresa. Esto no significa que tengamos que firmar un contrato cada vez que nos hagamos un selfie con un amigo y lo colguemos en Facebook o Instagram: hay ocasiones en las que esa autorización se desprende claramente de nuestras acciones, aunque nadie nos pregunte… pero en esos casos, contar con una información previa, clara y sencilla es fundamental para que el consentimiento así proporcionado sea válido.

El «aviso» colgado en la puerta del cine tiene por objeto, precisamente, facilitar esa información. A pesar de su excesivo tecnicismo, de sus carencias en materia de protección de datos y de sus errores de sintaxis, opino que en circunstancias normales podría cumplir con su objetivo. Pienso, por ejemplo, en el contexto de un concierto, en el que se pretendan grabar imágenes del público para incluirlas en un posterior videoclip: los asistentes saben qué se van a encontrar, y tienen una expectativa razonable del tipo de imágenes que se van a captar y emitir; y, de hecho, en el despacho hemos utilizado esta fórmula en múltiples contextos: eventos publicitarios, congresos, exposiciones… Sin embargo, esa «expectativa razonable» no está tan clara en el caso de esta película, porque era francamente difícil adivinar qué iba a ocurrir en esa sala de proyecciones.

Evidentemente, no me atrevo a afirmar que la grabación sea ilegal, ni mucho menos: ignoro si la organización facilitó información adicional al inicio de la exhibición o al adquirir la entrada, desconozco su protocolo de actuación si alguien se negaba a ceder sus derechos (¿se devolvería el dinero de la entrada?) y, por descontado, no sé qué planos prevén utilizar en el futuro documental. Pero el riesgo está ahí, y debe valorarse con cautela; especialmente, con los niños e incapaces, en los que se hace necesaria la autorización paterna… e, incluso, de la fiscalía de menores.

Afortunadamente para ellos, los creadores de esta ¿performance? cuentan con una baza importante a su favor: al grabar su obra, también ellos están ejercitando un derecho fundamental (la libertad de expresión y creación artística); y en estos casos entra en juego la regla de la ponderación, de la que hemos hablado en otras ocasiones y que puede librarles de más de un disgusto. ¡Veremos qué ocurre!

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