Pasado mañana, día de Nochebuena, entra en vigor la reforma de la Ley de Sociedades de Capital, el marco jurídico que regula la constitución, gestión, gobierno y, en general, el funcionamiento de todo tipo de sociedades mercantiles. Para que se hagan una idea, esta Ley es el libro de cabecera, el manual de instrucciones para gestionar internamente las empresas: desde la creación de la sociedad y la redacción de sus estatutos, hasta las transmisiones de acciones o participaciones entre socios o inversores, las convocatorias de juntas y consejos, la toma de acuerdos, su impugnación, las auditorías de cuentas… Toda reforma en este texto es más que relevante para los millones de sociedades anónimas y limitadas de nuestro país, y más todavía en este caso, dado su calado.
Noticias como los supuestos sobresueldos de ciertos directivos, los blindajes de algunos consejeros, las operaciones de alto riesgo adoptadas sin los diligencia exigible… provocan no sólo un rechazo por parte de los ciudadanos, sino una desconfianza de los inversores en nuestro entramado empresarial, con las devastadoras consecuencias que de ello se pueden derivar, a nivel tanto macro como microeconómico. Por ese motivo, el legislador ha querido reforzar la recientemente refundida Ley de Sociedades de Capital, especialmente en cuanto al gobierno corporativo de las empresas, las retribuciones y la debida diligencia de administradores y directivos. Y lo enfoca desde una doble perspectiva: con medidas dirigidas a todos los socios, como junta general, y con otras específicas para el consejo de administración.
Respecto al primer grupo, las modificaciones van en la línea de reforzar el papel de los socios, que a menudo se limitaban a deliberar acerca de cuestiones muy específicas (cuentas anuales, aplicación de resultados, modificaciones estructurales…). Ahora, por ejemplo, las decisiones sobre las adquisiciones, enajenaciones o aportaciones de activos esenciales a otra sociedad no podrán ser tomadas únicamente por el órgano de administración. Y la junta podrá decidir y plasmar sus propias instrucciones sobre muchas más cuestiones, así como decidir, y aprobar en su caso, aquellas operaciones societarias que por su relevancia tengan efectos similares a las modificaciones estructurales, pero que hasta ahora no eran necesariamente de su competencia.
Igualmente, se busca una mayor transparencia en las convocatorias de la junta general, toda vez que se exige abordar de forma separada aquellos acuerdos que se refieran a realidades «sustancialmente independientes», evitando decisiones en bloque sobre asuntos que nada tienen que ver entre sí. Y, de paso, se aclara un tema relevante en cuanto a la adopción de acuerdos: la mayoría válida para aprobar una propuesta en junta, que será la simple: más votos a favor que en contra, con independencia de los nulos o en blanco. Mayoría, eso sí, que se puede ampliar estatutariamente, y que cuenta con excepciones en forma de mayorías reforzadas.
En cuanto al segundo grupo, muchas de las medidas están destinadas a grandes empresas, algunas especialmente creadas para las sociedades anónimas cotizadas en bolsa, con el fin de dotar de criterios que contribuyan al correcto funcionamiento de sus consejos de administración. Así se vienen a regular aspectos tan básicos como que todos los consejeros recibirán con antelación suficiente el orden del día de las reuniones a las que deban asistir y la información necesaria para la deliberación y la adopción de los acuerdos pertinentes, o que se puedan constituir comisiones especializadas, siendo obligatoria la existencia de una comisión de auditoría y de otra de nombramientos y retribuciones.
Sin embargo, otras son aplicables a todas las sociedades (limitadas, anónimas, cotizadas o no), como la obligatoriedad de que el consejo de administración se reúna trimestralmente a fin de ofrecer un mejor control de la compañía, la mayor responsabilidad de los consejeros frente a los socios, o el establecimiento de un sistema de remuneraciones de los administradores transparente y ajustado a la realidad. El legislador busca que estas remuneraciones sean un fiel reflejo de la evolución de la empresa, y que estén correctamente alineadas con el interés de la sociedad y sus accionistas y socios. Por ello, se introduce que deberán estar orientada a «promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad e incorporar las cautelas necesarias para evitar la asunción excesiva de riesgos y la recompensa de resultados desfavorables”.
Para ello ya desde ahora, se obligará a que los estatutos sociales establezcan el sistema de remuneración de los administradores por sus funciones de gestión y decisión, con especial referencia al régimen retributivo, que podrá consistir en «una asignación fija, dietas de asistencia, participación en beneficios, retribución variable con indicadores o parámetros generales de referencia, remuneración en acciones o vinculada a su evolución, indemnizaciones por cese, siempre y cuando el cese no estuviese motivado por el incumplimiento de las funciones de administrador y los sistemas de ahorro o previsión que se consideren oportunos”. Se obliga a fijar legalmente un máximo de la remuneración anual del conjunto de los administradores, que deberá ser aprobado por la junta general.
A partir de enero, serán muchas las empresas que tengan que adaptar su funcionamiento interno al nuevo articulado de la Ley de Sociedades de Capital: los estatutos deberán actualizarse en aquellos casos en los que resulte necesario, y los órganos de gobierno y los socios deberán concienciarse de las nuevas reglas del juego societario: diligencia, transparencia y buen gobierno para que la sociedad crezca sana. Un hecho que permitirá generar confianza en la sociedad y en sus gestores, ¡y eso no se le escapa a los inversores!